Arte Sacro
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La luz de Dios. Irene Gallardo


Como aquella Luz, que hace casi quinientos años asomase con la intensidad de un torrente, por entre las oquedades de la forja de una alcantarilla, dejando entrever la luminaria de la Madre de Dios, inundando los ojos y el espíritu de aquel humilde tonelero, así fue la luz que el Viernes Santo regaló Dios a Sevilla y a mis hermanos de la Carretería.

Aquella añeja y añorada estampa de otros tiempos, que se presenta ante nosotros como arrancada del viejo álbum familiar, impresa en sepia y con los bordes ajados de tanto contemplarla, tras cuatro años de rotunda ausencia fue recuperada para Sevilla, por la Gracia de Dios.

No hubo incertidumbre en la ciudad ni el Cielo dejó caer el llanto de Cefas de Betsaida, como año tras año ocurriese. Sólo el día permitió, que el Dolor de María, sola con sus Soledades envuelta en la Luz de su Pureza y anhelante de hallar remedio a su Tres Necesidades, se derramase mejillas abajo, como un torrente de angustias y de penas, cristalizando en la profunda desolación de unos ojos, que de tanto mirar al Hijo de sus entrañas en el Arbol de la Cruz, se tiñeron de tristeza y del color de la canela.  

Aquel Viernes Santo, traía la elegancia de los tiempos asida al terciopelo azul Carretería, la distinción y la sobriedad  revestida de cabritilla y los brillos argénteos de una luna temprana de la Parasceve, abrazada eternamente a la dolorosa Soledad de la Madre.

Besaba la tarde con su última luz, las llagadas laceradas de la Salud de Cristo, ahogándose en la amarga oscuridad de los cielos del Viernes.

Dolían las ausencias en las entrañas de la Madre y en la médula de la ciudad. Y la noche, rotunda y negra, tupía desde los cerros y cornisas, una mortaja de sueños para el cuerpo del Señor. 

Tañe el viento desde lejos una campana de bronce anunciando que se acerca y el eco devuelve al aire el metal de una corneta, templada y acompasada, lastimera y cigarrera.                               

Son los postreros instantes de la quimera imposible que se anhela todo el año en la utopía del recuerdo.

Huele a la cera tiniebla y a la sangre derramada, al salitre de la pena que trae prendido en su talle la que de Dios es la Luz. El incienso se confunde con el color del lamento que es como visten los lirios y en la andas y el canasto, aun se aprecia la esencia del intenso olor a cedro, a la hojarasca desnuda, a la soga que se ciñe, a los cardos de la vida y a las manos del maestro que gubió su bella estampa, crucificada entre clavos en el azul de la noche.

Crujen las carnes de Dios al entrar en su Capilla y en la memoria del barrio, un antiguo Viernes Santo se ha hecho realidad y tiempo.

Se ha hecho el silencio en el templo y las tinieblas acunan a la Salud del Maestro.

La cera se ha desnudado de su pabilo de luz y los claveles se ahogan en el último suspiro de un viernes que ya es otrora.

Sola con sus Soledades, inmersa en sus amarguras, levanta al Padre los ojos como buscando un porqué, que ni la vida ni el tiempo jamás le responderá.

Acurrucada en su pena, la Madre sueña despierta con otros tiempos de nanas, de pañal y sonajeros, pero al mirarse las manos, yermas de tanta amargura, siete puñales se clavan en las entrañas heridas de la Reina del dolor, volviendo a una realidad de injusticia y pena amarga. Por una herida profunda se desangran sus quebrantos, a la espera de que llegue otra vez el Viernes Santo.

 

Irene Gallardo Flores

Directora de Sacra Híspalis










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